lunes, 8 de febrero de 2021

Todo lo que no quiero

 

Casi rutinariamente, todas las mañanas, al salir a trabajar me encuentro en el ascensor con el vecino del piso de abajo.

La puerta se abre en su piso y un saludo formal nos convierte en la primera persona que cada uno ve en el día, dando comienzo de esa manera a la constatación real de que la rutina del día empezó.

Él es un personaje que me llama la atención siempre, un tipo de unos 60 años, con cara amargada, mucha pinta de ermitaño, ojos saltones y nunca bronceado, como si supiera que el contacto con el sol lo recargaría de una energía revitalizante, que elige no poseer.

Sus trajes desgastados y pasados de moda junto a sus corbatas aburridas, me hace notar que no debe comprar ropa hace por lo menos 15 años.


Lo imagino como el contador de una pequeña empresa de importaciones en el microcentro, en la que trabaja hace más de 30 años, una empresa con muchisimos problemas y desprolijidades, que él mismo fue trasladando y tapando hacia adelante con la astucia de los contadores. Los mismos problemas que ya vienen existiendo hace mucho, y que hoy ya son algo irresoluble, pero el dueño de la empresa, que es un viejo que logró hacer mucha guita con la apertura de importaciones en la última dictadura, que pudo comprar esa pequeña oficina en el centro y armar la empresa que hoy tiene, no lo despide por qué pese a todo, confía en él, porque es honesto y nunca tocaría un peso que no se lo hubiese ganado por derecha. Me  parece que el viejo está convencido que la honestidad es un valor mas loable que ser eficiente.


Otras veces, lo imagino abandonado por el amor, consumido por la vida, con su heladera vacía. Pero siempre con el alma apagada, sin risa.


Durante el saludo siempre cruzamos una sola mirada, a través del espejo, como si en esa mirada indirecta, tal vez, busque en mi juventud, el recuerdo de aquello en lo que soñaba convertirse algún día, pero inmediatamente el espejo del ascensor le devuelve su reflejo actual, el espejo no miente, y él vuelve a agachar la cabeza, porque no quiere recordar, solo quiere que el día de hoy sea igual al de ayer y que mañana sea igual a hoy. Por eso odia los fines de semana en donde pocas veces lo veo salir o encontrarlo en el pallier y mucho menos en la piscina o en el parque del edificio.


Algún fin de semana, nos hemos encontrado en las choripaneadas que hacen los chicos boyscout de la iglesia de al lado, para recaudar fondos. Pero él pide un choripan para llevar, lo guarda en una bolsita y vuelve a subir a su departamento. Cómo un castor que sale en busca de comida y vuelve a la madriguera que el mismo construyó.


Otra veces nos encontramos en el regreso laboral y lo veo con la camisa arrugada y media suelta, la corbata floja, el saco en un brazo con su maletín de cuero negro desgastado y una bolsita de comida de la rotisería de al lado del edificio, que intuyo será para su cena, porque no quiere ni le interesa cocinar, porque cocinar es una pérdida de tiempo, y mucho menos le interesa sentir la sensación de crear y producir algo con sus propias manos, no vaya a ser que eso le recuerde que él podría ser capaz de hacer algo por él mismo y le haga pensar qué tal vez podría cambiar su vida. Entonces la comida la compra al volver del trabajo, como queriendo optimizar el tiempo, para no tener que salir luego y volverse a cambiar. Si llegó a su casa ya no sale hasta el otro día y así todos los días son iguales.


Siempre es así, hasta esta mañana, que cuando yo estaba yendo a trabajar todo fue diferente, porque esta vez, lo vi entrar del brazo de una chica joven, de unos 20 años, por su parecido pude ver que era su hija y tras ellos, una señora con rasgos faciales de una paciente psiquiátrica, que claramente se sobrentendía que era su ex mujer.

Me sorprendió ver que mi vecino, el que veía todos los días al salir de mi departamento, arrastraba una pierna con la otra y una gasa pegada en la boca no dejaba que se caiga su saliva. Su cara estaba demacrada y paralizada y se arrastraba mirando para abajo, con más vergüenza de lo habitual. Envejeció de golpe, en un abrir y cerrar de ojos, me pareció ver a un anciano de más de 80 años. Había tenido un ACV. Me costó reconocerlo, sin embargo, como pudo y con un esfuerzo muy grande, levantó su cabeza y volvimos a cruzar miradas, como todos los días. Me miró como siempre, casi sin levantar la cabeza y noté que una vez más busco algo en mi, esta vez no sé si lo encontró pero a mí se me heló la piel, me afectó. Y no lo pude saludar. Intuí que si lo saludaba era una despedida y yo solo pude pensar que en eso no quiero convertirme nunca.


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