domingo, 21 de febrero de 2021

El dolor por dentro quema


En el invierno del año 2003, conocí a Flor. Mi mayor preocupación hasta ese momento había sido que mi viejo no quería que me tatuara, por el simple hecho de tener quince años, ya que en su lógica, esa decisión tenía que ser pensada, porque era para toda la vida. 

La aprobación de Mamá, como siempre, ya la tenía, pero sabía que si yo lo ocultaba, e igualmente me hacía ese tatuaje, las consecuencias iban a ser mayores en casa, y yo temía que, ante el descubrimiento, me cortaran la soga para mis salidas con amigos, ropa y demás actividades. Lo que nunca nadie sospechó, inclusive yo, es que la decisión más importante de mi vida hasta ese momento, iba a dejar de ser, querer echarme tinta en la piel, para focalizar mi energía en mi relación con Florencia.

Mi colegio secundario fue un técnico, yo estudiaba para Maestro Mayor de Obras, y una semana antes de conocer a Flor, me había caído en el taller, mientras bajaba la escalera, y al querer agarrarme de la baranda, mi mano se trabó y me resentí la muñeca. Fue un accidente leve y no le di mayor importancia, porque tomando un ibuprofeno cada tanto, el dolor mermaba y entonces así, postergaba la molestia.

Pero una mañana, ese dolor, se hizo mas intenso al punto de no poder cerrar la mano, y decidí irme solo a la guardia traumatológica de la Clínica de Sol, en Palermo.

Recuerdo estar en la sala de espera, paciente y esperando atención, cuando una enfermera vestida de ambo azul, con ojos claros, piel blanca y un pelo castaño claro, se me acerca a hablarme. 

Recuerdo latente, que cuándo vi a esta mujer, y aún sin que me dirigiera una sola palabra, sentí como entró un flechazo en mi pecho y una intensidad profunda en mi bajo vientre, alivió toda la molestia por la cual yo me había hecho presente ahí.  Literalmente la mano dejo de importarme, y solo quería saber quién era ella, que era de su vida, que gustos tenía, donde vivía y porque trabajaba ahí. 

Jamás se me cruzó por la cabeza pensar que ella era una mujer adulta y yo un adolescente, que apenas había iniciado relaciones sexuales.

Mi nombre es Florencia, te voy a acompañar a que te saquen una placa y así pueda revisarte un traumatologo—dijo ella, con una sonrisa que le marcaba la comisura de los labios, y que no olvido hasta el día de hoy.

Cuando terminé, volví a buscarla para agradecer su atención y no la encontré, pregunté en mesa de entradas si sabían dónde la podía ubicar y me dijeron que su turno había terminado. 

Pero yo estaba decidido a volver a ver a esa mujer, y al otro día por la mañana en lugar de tomarme el colectivo para ir al colegio, decidí tomarme el subte B, para volver a ir a la clínica, buscar a Florencia y agradecerle su atención. Era una excusa para verla, para que me viera, para que nos veamos, para que sepa que yo existo y que ella me interesaba.


Tenía solo 70 centavos en mi bolsillo y pase por un quiosco a comprar un bonobon para dárselo. 

Cuando entré a la clínica, me dirigí a la guardia, y vi que ella me miro sorprendida, porque no eran tan grave mi problema como para tener que volver a ir. Me acerqué rápido y sin pausa y le dije:

-Gracias por tu atención ayer, me ayudaste un montón y ya estoy mejor. Te traje un bonobon.

Ella sonrió y yo percibí como, mi gesto, le cambio el aura y su semblante se modificó. Quizá porque ella estaba a la espera de que algo le cambiase la vida. Lo que yo no sabía era que ella me la iba a cambiar a mi, para siempre. Todavía llevo su marca.


-¿Te viniste hasta acá solo para traerme una golosina?, dijo en un tono de sorpresa y satisfacción.

-No, me vine hasta acá para verte otra vez. Le respondí con sinceridad y nervios.

-Sos un pendejo nene, ¿que boludes estás diciendo? Me contestó en un tono un poco más serio.


Y esa fue nuestra primera charla fuera de un vínculo de profesional-paciente. Lo que ella no sabía, hasta ese momento, es que a mi siempre me gustaron las minas más grandes, como si me gustara la conquista de lo inalcanzable. Lo fácil siempre me aburría.

Le pregunte si tenía tiempo para tomar un café después de su turno de trabajo y me dijo:

-Te veo en una hora en el bar de acá a la esquina.

La esperé ahí sentado, y fue la hora más lenta que jamás había sentido transcurrir, hasta que un tiempo después, la veo cruzar la calle por la fachada vidriada del bar.

Ella entra, me busca y al verme se acerca a mi mesa.

-Pensé que no ibas a venir, le dije tímidamente.

-¿Y porque crees que no iba a venir?, me respondió.

Me dejo sin palabras, yo no tenía la capacidad todavía, de responder a la repregunta inmediata y solo supe sonreír de nervios.


Nos quedamos hablando en el bar, sin censuras, de manera descontracturada y sin vueltas, de tal manera que no hubo en ningún momento algún tema del que no hayamos podido hablar, fue casi una conversación sin tabúes. La tensión sexual estuvo latente todo el encuentro, y una revolución de estrógenos y hormonas nos hacían cruzar miradas de deseo incontrolable y cualquier tema de conversación era una risa provocadora. Yo sentía que ocasiones buscábamos adrede gustar y ser gustados con la única finalidad de atravesar esa hermosa sensación de sentirse deseado por alguien que te gusta.


Nos vimos así durante un año y medio en lugares públicos, y jamás ni siquiera nos habíamos besado. Íbamos al cine, nos regalábamos libros, caminábamos por parques, plazas, cementerios y hablábamos de todo sin miedo. Para ese momento, yo ya tenía 17 años y ella 27. Nos llevábamos 10. Cada vez me gustaba más. Y yo sentía que a ella le pasaba lo mismo. Durante todo ese tiempo, cuando las cosas deberían avanzar, yo siempre notaba que ella me alejaba, se alejaba un tiempo y luego de mi insistencia nos volvíamos a ver. Jamás, hasta ese momento, había sentido una atracción tan fuerte, intensa y totalizadora, con ninguna persona.

Para este punto ya no había posibilidad de volver a vernos sin que se concrete algo físico entre nosotros, y entonces ella me cita para vernos a la tarde en un bar de Chacarita, cerca de mi casa. Me dijo que tenía algo importante que decirme.


Yo no sospechaba, ni por asomo, que ella me iba a decir que era HIV positivo. Sorprendentemente la noticia no me impacto, de hecho me tranquilizo saber que era eso, y no que no quisiera estar conmigo por yo ser menor de edad. No me asusté, mi convicción era mucho más grande que los miedos y tuvimos que empezar a construir una camaradería de acompañamientos juntos, de cuidados. Tuvimos que aprender y resolver grandes interrogantes: ¿Cómo se hace para cuidarse? ¿Cómo se hace para no contagiarse? ¿Cómo se hace para seguir? Teníamos que encontrar la luz en la oscuridad todo el tiempo. El vínculo se hizo profundamente significativo en mi vida y yo no podía contárselo a nadie y no tenía dudas de que quería que estuviéramos juntos, y sabía que si lo contaba, todo el mundo iba a querer que me retirara. Si yo aperturaba esto que me sucedía al mundo, todos los que me amaban me iban a pedir que me alejara, pero de una cosa yo estaba seguro: ese amor era más fuerte que cualquier prejuicio.


No fue fácil, tuve que encontrar las maneras de cuidarme y protegerme. Yo estaba convencido que no podía retirarme y estaba seguro donde quería estar, porque yo me enamoré de una persona, y no del resultado de un análisis médico. Tuvimos una relación hermosa, de una profundidad increíble.

En nuestro último tramo, en ocasiones sus recaídas eran intensas, y le costaba recuperarse para volver a salir afuera. Yo acompañe con entrega y amor su proceso de destrucción hasta que en un acto de amor absoluto ella me pidió que me vaya, que no quería que yo este con ella así, y que no quería que la viera destruida, demacrada, porque ella ya estaba muy mal, desde todo punto de vista, emocional, física y espiritualmente. Florencia tenía una hermana, con la cual no tenía mucha relación y a veces me la encontraba en la clínica, en alguna de sus internaciones por recaídas. Pese a su pedido, yo nunca deje de visitarla y ella se molestaba.


La última vez que la vi en su última internación, me vio entrar en el horario de visitas y apenas, sin energía, pudo abrir sus ojos, sin embargo, me pudo sonreír y tal como la primera vez que la vi, resaltaba la comisura de sus labios. Me pidió nuevamente que me fuera, ya estaba agotada, cansada. Me dijo que no aguantaba más y como pudo, con poco aliento y susurrándome al oído logró decirme que no soportaba como sentía que el dolor por dentro la quemaba, literalmente, se quería morir.


Dos días después, una noche, me vino a buscar a la salida del colegio su hermana y no tuvo que decirme nada. Entendí todo. Florencia había muerto físicamente, y si bien yo lo estaba esperando, en algún punto anulaba esa realidad diariamente. Ante semejante golpe de realidad, me abrace fuerte con ella y lloramos desconsoladamente juntos.


Durante muchos años, en ocasiones, en mi soledad mas absoluta, solía preguntarme: Después de esto, ¿qué profundidad iba a poder tener en otro vínculo? ¿Que sería del resto de las relaciones después de un amor tan profundo?, tan intenso, de tanta entrega, y que a pesar del riesgo de saber que ese vínculo podía haberme matado a mi también, yo sabía  con certeza, que cada encuentro podía ser el último, y eso me enseñó a disfrutar cada instante en todo aspecto, como si no hubiese un mañana. 

Por supuesto que en futuras relaciones, tuve miedos, miedo al desamor, al abandono, a la soledad, a la separación, pero acá no. En este vínculo no sentí jamás temor. Debería ser porque acá el final estaba anunciado, el final inminente como siempre era la muerte.

No obstante, de una cosa si estaba seguro, y es que de las decisiones que yo tomara en mi vida, siempre me iba a hacer cargo, tengan resultados positivos o no, e incluso si mis padres, como con el tatuaje, no estaban de acuerdo en eso.

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