martes, 4 de enero de 2022

La caza no es tu hogar

Capítulo 1

—“Marcos, sabes bien que estoy casada, tengo dos hijos y no puedo separarme ahora”— dijo Sabrina, mientras conversábamos sobre que íbamos a hacer con esto que nos estaba pasando. Fue serio y categórico el comentario. Pero para esa altura yo ya me había cansando de ocupar solamente un rol de amante en su vida, dado que la adrenalina inicial de los encuentros furtivos habían mermado, porque yo pedía más de lo que ella podía dar. Y digo “podía” porque no era lo que ella me trasmitía que “quería”. A veces pienso que al “poder” y al “querer”, los separan un abismo de realidad, y no siempre el otro está dispuesto a poder hacer lo que quiere, solamente por placer. Aunque si bien, creo que, cuando el deseo y la voluntad se juntan, es cuando aparece el placer real. Cuando uno no puede hacer algo, no hay placer que motorice, porque el miedo es más fuerte que la voluntad deseante.


Con Sabrina nos conocimos hace 15 años en la facultad mientras hacíamos el CBC, yo estudiaba arquitectura y ella diseño de indumentaria; en la FADU, en Buenos Aires. Si bien, teníamos muchos conocidos en común, nunca habíamos cruzado una palabra. Ni siquiera nunca nos habíamos fijado el uno en el otro. En ese momento éramos dos adolescentes, que comenzaban a ser adultos, que se estaban descubriendo, y ni siquiera compartíamos gustos musicales. A los 18 años de edad uno se define por la música que escucha y lo mío era la música pop alternativa, como Babasónicos, Juana la loca y Adicta; y lo suyo era puro rock nacional, como La 25, La bersuit y Los piojos. Por ende, no frecuentábamos los mismos boliches y mucho menos los mismos códigos. Para Sabrina yo era un cheto y para mi ella era una Rolinga. 


Durante muchos años mantuvimos un vínculo absolutamente virtual por redes y cada tanto cada uno miraba las publicaciones del otro, como dos perros vecinos, que se huelen el culo, para saber en qué andan. Intercambiabamos likes en momentos importantes de nuestra vida, como al egreso de la carrera, alguna publicación de algún viaje por Europa, la compra de un auto o el nacimiento de un hijo nuevo. La virtualidad de las redes sociales, nos permite saber que es de la vida de alguien, con quien no nos interesa vincularnos físicamente, pero si saber que es de su vida. Si bien eso te aleja del vínculo real, mata la curiosidad.


Esto fue así, hasta hace un año, que nos encontramos en el último recital que dio Gabo Ferro, antes de morir, en el Cultural Moran. Nos reconocimos de inmediato, nos saludamos y quedamos en tomar unas cervezas.

Al terminar el show, fuimos a un bar bastante pobre, sobre Constituyentes, en donde vendían una cerveza artesanal un poco caliente, que realmente era intomable.

Hablamos de nuestros hijos, y me habló sobre su vida bastante clásica y convencional que venía llevando desde que se casó. 


Nos liberamos bastante al hablar, sin tabúes. Y aunque yo estoy acostumbrado a eso, porque cuando hablo con alguien, la otra persona se libera, se saca la máscara, y larga todo. Hay algo en mi manera de escuchar y, tal vez, de hacer alguna devolución acertada, que inspirara una confianza no habitual. Quizá, es porque yo estoy escuchando las palabras que se usan. En cambio, en general, lo que sucede, es que cuando alguien habla, está en “una postura” y no escucha. 

Tengo la sensación que las personas están ocupadas sobre cómo serán juzgadas por el otro, más que en escuchar lo que tienen para decir. Y lo que todos queremos es, simplemente, sentirnos escuchados.


Sabrina me comentó que estaba agotada, que la maternidad la había superado y que en ocasiones prefería masturbarse cuando su pareja se dormía, para no tener sexo con él. Note en su postura y sobre todo en su mirada, que escondía, tras unos ojos grandes y achinados, un dejo de tristeza. Cómo si la vida que eligió, al final, no fuera la que quería.


Sabrina de adolescente, siempre había sido una groupie profesional, que anotaba en una lista, cuál trofeo, los cantantes, bateristas y bajistas con los que se acostaba. A los 23 años llevaba anotados más de 30, y se jactaba con orgullo de eso.

Ella sabía que no solo era porque podía, que lo hacía, sino que estaba convencida que disfrutar la vida, desde el hedonismo, era algo que debía hacer, casi como un mandato impuesto por sus progenitores. 

—Lo más importante es que vos seas feliz—  le decía su padre desde muy chica. Y Sabrina, cumplió con ese mandato, asociando la felicidad con el placer sexual. Y dado que era hermosa, pero no hegemónica, y siempre llamaba la atención su delgadez con sus tetas y caderas grandes, se dedicó a coger sin parar, buscando en el sexo algo de felicidad. Deseaba profundamente ser la musa que inspire a alguno de sus amantes, pero nunca lo lograba. 


Nunca nadie le dedicó una mísera canción, sino que todo lo contrario, esos tipos la usaban para sacarse la calentura y descartarla al acabar. En ocasiones lograba que le regalasen una pua, que atesoraba y compartía con sus amigas, con gesto de conquista, o mejor dicho de caza.


En el bar ya hacia demasiado calor, y le propuse si quería ir a casa, que tenía unas cervezas frías y en mejor estado que esas que estábamos tomando.

—Voy a ir a tu casa, pero no vamos a coger— dijo categórica, cómo siempre cuando habla, que parece estar segura de lo que no quiere, pero insegura de lo que si quiere.

—No va a pasar nada que no quieras— le dije repitiendo un mantra, que nos enseñaron desde chicos.

—Por su puesto que no va a pasar nada que yo no quiera Marcos, solo con que lo digas, ya es ofensivo—

—Tenés razón Sabri, lo que yo quiero decir es que acepto lo que vos decís, porque podría no aceptarlo e irme— trate de hacerme entender y que viera que no soy un macho autista impasible.

—Dale vamos, dijo con una sonrisa de soslayo, mientras levantaba la mano, sacaba un billete de su cartera para pagar y pedía la cuenta, todo al mismo tiempo.


Cuando llegamos a casa, lo que más me gustó de Sabrina, es que antes que nada, lo primero que hizo fue detenerse en la biblioteca de mi pasillo y ver los libros que tenía. Yo juro que jamás había visto a nadie, detenerse a ver con tanto amor y respeto una biblioteca ajena. 


Con el tiempo, me di cuenta que ese fue el momento exacto en el cual me enamoré de ella.


Mientras retiraba un libro, sugirió una manera más práctica para ordenarlos, no lo recuerdo bien, porque yo estaba concentrado mirando como ese vestido, que ella misma había diseñado, le marcaba el culo, y me imaginaba apretándolo fuerte arriba mío. Era imposible contener tantas ganas.


Entonces me acerqué, casi apoyándola por atrás, la agarre de la cintura suave; puse mi boca en su oreja y le dije: 

—No entiendo nada lo que estás diciendo— mientras yo largaba una carcajada.

Ella se rio y giro su cabeza, nos quedamos unos segundos mirándonos, enfrentados a pocos centímetros. Yo relamía mis labios y ella se mordía el labio inferior, conteniéndose las ganas. Cuándo parecía que era inminente un beso, se escabulló por abajo de mi brazo, yéndose al living. Me dejó solo frente a mi biblioteca mirando el libro, que ella había separado.

 Las Malas de Camila Sosa Villada, y desde lejos me gritó con ironía:

—¿No vinimos a tomar unas cervezas?.

Agarre el libro y me lo lleve conmigo al living, donde ella estaba esperándome sentada en la silla.



Capítulo 2

Estuvimos casi un año manteniendo un vínculo de amantes, y ninguno tenía problemas con eso. Para mí la monogamia había caducado hacía mucho tiempo. Creo que es ridículo sostener un vínculo afectivo, cuyo único objetivo es coartar la voluntad deseante del otro, para someterla a la propia exclusividad individual. Si eso no es un resabio de la esclavitud y la propiedad privada, al menos se asemeja bastante. De la represión nunca nada bueno puede salir. Incluso creo que con la excusa del “no hacer lo que no me gustaría que me hagan” se esconde un “no quiero que me hagan lo que yo si haría”. La hipocresía más grande que inventó el ser humano, después de la manteca light, es la monogamia. 


—Yo garcho afuera, pero, a la hora de la cena, vuelvo a casa y hago milanesas para todos— me decía Sabrina, cada vez que yo le preguntaba si todo este vínculo, entre nosotros dos, le afectaba en algo.


Su concepto de volver y hacer milanesas para la familia, lo consideraba el acto más loable que podría hacer una madre y esposa. Para ella hacer milanesas, era un gesto de amor. Porque cocinar es un proceso de creación formidable. La cocina es como una fábrica, en donde los procesos son limpios, ordenados y estructurados, y para trabajar de manera adecuada, se debe tener bien claro que rol debe ocupar cada utensilio y cada ingrediente. La cocina es un arte y además es una fábrica de sensaciones, cuyo resultado no es solamente alimentarse para sobrevivir, porque comer es una necesidad básica humana, sino que producto de la intervención de quien cocina, se puede generar en el otro, a través de su memoria gustativa, una experiencia individual y única que lo hace feliz por un instante.


Por todo esto, Sabrina entendía que su concepto de hogar, era el momento de la cena. Entonces, siempre volvía a su casa a cocinar y comer con su familia. Eso lentamente, se transformó en un acto de vida. Cada cena preparada, era escaparle un paso a la muerte. 

Siempre tuve la impresión que su casa debería oler a milanesas con puré.


La vida de Sabrina estuvo, en ocasiones, bastante ligada con la muerte. Ella me comentaba que tenía la sensación que la muerte la quiso buscar muchas veces. Con fortuna, siempre la esquivó. Pero vengativa, la muerte, se ocupaba de llevarse a personas cercanas a ella. Sabrina lo entendía como un desafío por parte de la muerte, en donde le recordaba, que estaba presente, como para que no la olvide.


Sabrina, me contaba que tenía una pesadilla recurrente, en donde una mujer vestida de negro, la perseguía, y ella lograba esconderse y encerrarse en una habitación llena de libros; que inmediatamente agarraba uno y se ponía a leerlo, pero en cada sueño, recuerda que leía un libro diferente, y que al final cuando lo abría, y antes de poder empezar a leer, se despertaba.


Sabrina tiene una obsesión con leer, lee todo y de todo.

Consume libros compulsivamente. En su casa de infancia, su padre tenía una biblioteca envidiada por cualquier librero de Villa Crespo, y ella creció rodeada de libros. A los 10 años ya había leído a Soriano, a Cortázar e incluso a Shakespeare. En los almuerzos de los domingos, ella recuerda que hablaba del libro que estaba leyendo y a su papá le encantaba cómo ella los interpretaba. En ese momento, Sabrina se veía vista por su padre; y la mirada de aprobación y orgullo, la recuerda hasta ahora, cada vez que termina un libro.


Creo que si su padre hubiera tenido un quiosco en la casa, lo que Sabrina tragaría compulsivamente serían golosinas.


En ocasiones debatíamos acerca de J L Borges. A mi me parece una mente brillante. Creo que es uno de los pocos escritores que ejercieron con profesionalidad y rigor técnico a la literatura. Un genio. 

Mi familia es toda peronista, y yo heredé el peronismo de la misma manera en que Sabrina heredó ser hincha de Racing. Su pasión por Racing club de Avellaneda es desmedida. Fanatismo es poco. En cambio mi pasión por el peronismo es más tranquila, es por eso que aunque me considero Peronista, he leído mucho a Borges. Pero ella, considerándose de Racing, jamás diría que Bochini o Burruchaga fueron buenos jugadores.


El punto es que cuando yo hablaba de Borges ella se aburría, de la misma manera que a mi me aburría que me hablara de Racing. A mi me gusta ver mucho el mundial de fútbol. Y ella lo detesta.

También creo que Borges -en si- es un mundial de fútbol. 

Y entre Argentina campeón del mundo, con Messi levantando su merecida copa y una final de libertadores entre Racing e independiente, Sabrina elegiría sin lugar a dudas, a Racing campeón de la libertadores.

Igual, si yo pudiera leer el Aleph por primera vez de nuevo, elegiría esa experiencia a la de Argentina campeón.

De fanatismos, todos estamos hechos un poco y cada uno le reza al Dios que puede.

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