viernes, 15 de octubre de 2021

Indómita voluntad


Desde el primer momento en que vi a Lucrecia, la tensión sexual entre nosotros fue inmediata; con esa energía compartida que rara vez sucede, con alguien que apenas uno conoce. Nuestras miradas, cargadas de deseo, pedían más que solo una simple presentación, porque apenas nuestros ojos se vieron, nuestros cuerpos se acercaron como dos imanes, que mientras más cerca se encuentran, más se atraen, al punto de no poder separarse. 


En aquel bar de los arcos del Rosedal, en Palermo, nos pusimos a conversar toda la noche, con esa fluidez, en donde las palabras salen solas y los temas de conversación, se convierten en infinitos e inagotables. Queríamos conocernos y saber del otro y afortunadamente, fue correpondidamente mutuo.


Durante toda la noche, yo no pude dejar de mirar su boca y morderme la mía, para contener las ganas de besarla, sin dejar de fantasear con su desnudez sobre mi.

—“Dejá de mirarme así, me vas a enamorar”— Repetía, como dispuesta a entregarse por completo.


Para el momento en que la moza del bar trajo la cuenta, sin que la pidiéramos, porque el lugar ya cerraba, nos percatamos que casi ni habíamos tomado los tragos, y la condensación de los hielos en los vasos, habían dejado una aureola de agua que reflejaban las luces tenues y cálidas del lugar, que hacían parecer pequeños destellos de estrellas, que además esa noche cubría la ciudad.


Decidimos seguir conversando y caminar un rato por los lagos de Palermo; pero el frío, de una incipiente noche de primavera, se colaba en nuestros huesos y la intemperie del clima, apaciguaba el calor que veníamos acumulando.

—“Vamos al auto y hablamos ahí, más tranquilos”—Le dije y ella aceptó.


Apenas subimos empezamos a besarnos, a tocarnos y a descargar toda la pulsión acumulada de una noche cooptada por las palabras. Sin embargo, por momentos la sentía tensa y un poco tímida, ya que quizás, sentía temor por que opinión tendría yo, ante su comportamiento. Y entonces, en el preciso momento en que el calor ya no se puede bajar, tome la decisión y la iniciativa de agarrar su mano y ponerla bajo la hebilla de mi cinturón, y todo esa tensión, aflojó. 


Mientras seguíamos besándonos, ella me lo apretaba con fuerza, con ganas de no soltarlo, como si quisiera retenerme y que no me escape; jugábamos con nuestras lenguas, en el cuello, en la comisura de los labios y cerca del oído. Cuando puse mi dedo en su boca, lo lamió y lo acaricio suave con los labios de lado a lado. Me desabroche el pantalón y ella sacó su mano de mi entrepierna. Intuí que era el freno para detenernos, pero inesperadamente para mi, ella se pasó la lengua húmeda, por su palma, como queriéndola lubricar y me empezó a masturbar ahí mismo, abajo del puente del tren San Martín, que durante tantos años tomé para ir a Retiro. Estuvimos así un largo rato, adentro de mi auto y los vidrios, naturalmente, se empañaron. Parecía esa escena, tan recordada, de Titanic, pero real, sin melindres cinematográficos. Yo gemía y ella se excitaba más, cómo si mi excitación fuese su deseo. Se agachó, me lo empezó a lamer y se lo metió en su boca sin pensar, cómo queriendo comer mi dureza, y en ese momento sentí la humedad de su boca, menos caliente que mi cuerpo. Su lengua jugaba con el tronco y la punta con un sentido rítmico y constante, que me alejaba de la cordura, en el goce de sentir tanto placer. Yo movía mi pelvis, mientras le sujetaba su pelo con una sola mano, porque quería disfrutar la delicadeza de ver lo que estaba haciendo, y eso me excitaba aun más. Y en este punto, ella percibe que para mi, la imagen de una mujer que decide ejercer su sexualidad , dejando de lado cualquier prejuicio, es mucho más loable que una mujer que hace un esfuerzo por reprimir su voluntad deseante.


Al mirar a un costado, una señora grande, paseando sus dos caniches negros, que se posaron al costado del auto, espiaba indisimuladamente, queriendo encontrar, tal vez, algo de su juventud en esa escena. Sin embargo, eso nos distrajo y como la situación ya no daba para más, sin penetración, decidimos enfriarnos, bajar las ventanillas e irnos de ahí.

Manejé mi auto sin destino, y de pronto, estaba pasando por la heladería de mi infancia, LadoBueno, cerca del puente de la calle Ciudad de la Paz. Estacioné.

—“Tomamos un helado”— le dije, como un adolescente que le pregunta a su primer amor si quiere ir a la heladería.

—“Dale, yo bajo a buscarlo”— dijo con una sonrisa, que marcaba sus pómulos pronunciados.

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