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—¿Dónde nos besamos por primera vez? —Preguntaste, como si no lo supieras, o tal vez, queriendo volver a escuchar esa historia relatada por mi.
Inmediatamente empecé a recordar de nuevo, aquella tarde de invierno, cuando al salir de aquel bar, en San Telmo, que en la entrada, había un mural del Ché, nos fuimos caminando por la calle Belgrano en dirección al bajo.
Fue una tarde de mucho frío en Buenos Aires y hacía un año, que en esa misma fecha, había nevado y la ciudad se había teñido de blanco. Caminamos con una sensación de que quizá podría volver a nevar. Recuerdo que caminamos tanto, que de pronto ya no había más lugar a donde ir, porque nos topamos con el Río de la Plata.
—¿Qué hay del otro lado del río? —Preguntaste en un tono ingenuo.
La respuesta obvia era, La ciudad de Colonia, en Uruguay. Así sin más vueltas. Sin embargo, elegí decirte que del otro lado, seguro estabas vos con una llave, y que para poder llegar, yo debía cruzar el río sin miedo, a través de un puente invisible, que sólo podían verlo quienes han sabido querer. Que los tercos que no quieren amar, nunca lo van a reconocer y por mas que lo intenten, al final, esos mezquinos caerían en las aguas heladas del nunca jamás.
—¡Cruzá! cruzá la frontera de la eternidad —acotas entusiasmada.
—Tiemblo de terror, quizá me caigo —te respondí con angustia.
Miraste el puente y luego de permanecer callada un segundo eterno, me dijiste:
El peligro alimenta el amor
que no venga ahora
a estorbarte la razón.
El misterio del mundo
se puede explicar
con un beso
en el destino final.
Y la llave de mi corazón
vas a encontrar.
El reproche y la queja
son la brutal tentación
de acusar
al que no puede amar
y tener miedo a caer.
Al terminar, me miraste, nos besamos y ninguno dijo nada, nos miramos otra vez y nos volvimos a besar.
A propósito, nunca te lo dije, pero esa fue una de las mejores tardes de mi vida.
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